Dice breve pero es eterno
Sala La provincia, Huelva, 2022

Salir fuera, respirar aire
Sema D’Acosta

La propuesta que Pablo Merchante ha ideado para la sala de la Provincia de Huelva, más que una exposición, se podría entender coma una instalación pictórica site-specific donde el espectador participa de manera activa. El autor ha creado un escenario para ser recorrido, un lugar con diferentes ritmos y tensiones donde el visitante puede llegar a alcanzar una experiencia intimista que trascienda la simple contemplación de un cuadro. No se trata sólo de ver u observar pinturas, sino de sentirte conectado con determinadas emociones que el artista ha vivido durante la pandemia y los meses de confinamiento. La pieza principal es un tríptico de grandes dimensiones que ocupa el espacio central de la sala, aquí se concentra el núcleo matriz del proyecto. Ninguna de las tres imágenes es una interpretación explícita; predominan las flores, un colorido enérgico, cierto vitalismo. Las telas pueden transitarse por delante y por detrás. El anverso es contundente. El reverso, críptico; sólo advertimos un altavoz y dos símbolos inescrutables. A mitad del recorrido, aparecen unas obras sobre papel que sirven de transición. Como contrapunto, una tela oscura que posee algo taciturno y transmite aflicción, cierra el itinerario. De fondo, escuchamos un sonido que cuesta distinguir. El audio reproduce la cadencia continuada de unos pasos, el transitar acelerado de un perro, el viento, pájaros, ladridos a lo lejos.

Dice breve, pero es eterno1 pretende contar en primera persona aspectos vivenciales del propia Merchante durante el periodo de aislamiento que todos hemos padecido en estos dos últimos años. En su caso, los instantes de mayor liberación y creatividad fueron durante los paseos que hacía todos los días por el campo después de desayunar, acompañado de su perro. En esa caminata recurrente, encontraba un espacio propio de diálogo consigo mismo, un encuentro con la Naturaleza que le ha hecho entender de manera diferente algo próximo que siempre ha estado ahí. Esa mirada detenida al paisaje de los alrededores de su pueblo2, desde su agricultura hasta su topografía, desde sus olores y colores hasta sus sonidos, ha situado ese universo cotidiano de las pequeñas cosas en un lugar distinto, cercano a un tipo de felicidad sencilla (Beatus Ille) y libertad mental. De algún modo, estas dos referencias podrían entenderse como las coordenadas conceptuales que cimientan la exposición, una reflexión estética sobre los tiempos complicados de prevenciones que nos han tocado vivir y la necesidad del ser humano de salir fuera. El tríptico protagonista, representa esa percepción optimista a partir de la expansión, una lectura panteísta del entorno. El cuadro más sombrío, realizado en un proceso febril mientras el artista pasaba el Covid, recoge una perspectiva particular de una vista de la luna desde el patio de su casa, un resquicio de esperanza en su semana más ardua del último año. La creación de audio, más intangible y abstracta, se genera a partir de los sonidos capturados en esas constantes salidas matutinas.

Pablo redactó un primer proyecto para la Beca Daniel Vázquez Díaz durante 2020, una idea que fue cambiando con el progresivo incremento de la pandemia. El concepto ha variado con el paso del tiempo, hasta llevarlo a un terreno más subjetivo. Precisamente, los motivos definitivos que se plasmaron en las obras, los tamaños y diálogos entre ellas lo decidió en torno a veinte días de febrero de 2022 mientras estaba enfermo de la variante ómicron. Esa conexión con la experiencia global de millones de personas, todavía le da un valor más particular a este conjunto. En estos momentos de desasosiego y asfixia, pretendía expresar esa evasión vital a la que aspiramos cuando estamos bloqueados, la necesidad que tenemos todos de encontrarnos con nosotros mismos o las cosas sencillas que echamos de menos cuando nos limitan situaciones ajenas a nuestra voluntad. Desde su posición, viviendo en un ámbito rural, ha sido capaz de concentrar la atención en aquello aparentemente insignificante que nos constituye y envuelve, una realidad tan potente y cotidiana que no somos capaces de ver por consuetudinaria. “Paradójicamente todo se vuelve más universal desde [un] pequeño pueblo. Existe una notable diferencia respecto a la ciudad, donde la mirada se topa con un bombardeo constante de información que impide abrir el campo de pensamiento hacia el gran angular que a ello, lo universal, nos conduce. Aquí los picos de reflexión son menores en número, pero de más profundidad. Quizás este sea el equilibrio: llegar a lo universal desde lo concreto.”3


Es la primera vez que Merchante realiza unos formatos tan grandes, los que componen el tríptico alcanzan 2,7 metros de altura por 2 de ancho. Entre ellos van unidos por franjas blancas, pero son independientes, cada uno es autónomo. Su lectura puede ser particular o global, son imágenes complementarias que funcionan por una delicada colisión de color, movimiento y formas. En general, estos lienzos representan la exuberancia de la Naturaleza, la atracción bucólica por lo agrario. La pintura oscura más pequeña simboliza el reverso de esa plenitud, la intimidad, implica una síntesis; destila la densidad de una fase introspectiva. Las cuatro piezas principales están realizadas a la vez, de forma simultánea. Para el artista es más fácil abordar cuadros de varios metros que otros menores, su relación con la pintura es corporal; en el taller requiere acción, moverse de un sitio a otro, saltar de una zona a otra hasta ir puliendo las dificultades que va encontrándose en cada momento. Su rutina diaria en el pueblo es bastante regular. Por la mañana suele investigar, estudiar, contestar emails, plantear ideas, leer o escribir; se dedica más a la intendencia o pensar que a pintar. Por la tarde, después del almuerzo, es cuando mejor trabaja y se siente con más energía, se nota más mano.


El proceso de elaboración es meticuloso, sigue pautas comunes aunque su concreción sea abierta e imprevisible. Toma referencias aleatorias que sirven de sedimento primario, ya sea el fragmento de una foto de Wolfgang Tillmans, un detalle de una ilustración japonesa o una determinada textura de una veta en la madera. La elección de estos golpes visuales se hace por intuición, cada uno de ellos posee algo que llama la atención del artista y eso lo convierte en punto de partida, aun sabiendo que ese paso inicial no es más que un pretexto como fundamento propulsor. Durante el trayecto, ese cigoto originario cambia mucho. Merchante acumula un depósito de imágenes digitales, tomadas en Internet, Instagram e incluso revistas, que guarda en carpetas en el ordenador. A partir de ahí, empieza a construir un boceto digital, partiendo de varias de ellas, hasta llegar a una especie de compendio por superposición. Ese collage lo imprime luego en papel, evitando la transcripción plana de la pantalla. Al convertirse en un elemento físico, ese folio adquiere su propia vida: se va ensuciando, arrugando, rompiendo o manchando. El azar aporta espontaneidad y carácter, por eso los accidentes pueden igualmente traducirse al cuadro como si se interpretara una partitura con cierta libertad. De hecho, ese croquis iconográfico resultante tras el proceso es un guión a seguir de modo dinámico, no mecánico.


El desarrollo de un proyecto como Dice breve, pero es eterno coincide en un periodo en el que Pablo se ha interesado por el trabajo de Claude Monet, al que lleva estudiando con detenimiento desde el confinamiento. Es probable que ese gusto por la significación del jardín o salir fuera, la decisión de pintar flores y también los temas elegidos tengan mucho que ver con esta investigación, aunque sin ser algo premeditado ni tan siquiera pretendido. La fijación por Monet le ha llevado a estudiar varias biografías suyas y obsesionarse con un libro que ha visto y revisitado infinidad de veces en estos meses.


‘Monet o el triunfo del Impresionismo’ de Daniel Wildenstein, publicado por Taschen. No sólo lo lee, sino que se queda ensimismado observando con detalle las ilustraciones de los cuadros que aparecen en sus páginas. Analizar la pintura del pasado en directo o fijándose en publicaciones de calidad, estar atento a esa herencia, le sirve a un autor de hoy para dar con algunas claves. Cuestiones de armonía, correlaciones cromáticas o incluso composiciones pueden resolverse tras examinar cómo maestros anteriores han solucionado problemáticas lingü.sticas similares. No se trata de conseguir un color y ponerlo, es algo más. Una buena obra son equilibrios invisibles que se entrelazan, da igual la época. A esta monografía de Taschen Pablo le ha dado varias vueltas. Considera que de forma inconsciente ha ejercido una influencia soterrada sobre él. No sólo lo contempla o repasa con minuciosidad, sino que pasa mucho tiempo apreciando los pormenores de las imágenes, viajando por sus rincones. Desgrana todo lo que puede, desde la construcción o armonía hasta el gesto de la pincelada. Esa exploración detallada le sirve para pensar con los ojos, aunque estos cuadros poco o nada tengan que ver con su lenguaje. Puede que le atraiga un trozo o el conjunto, no mira tanto el contenido como su elaboración, le interesa cómo ha resuelto aspectos precisos: un árbol, una pradera, una sombra o una nube al atardecer. En definitiva, cómo consigue esas sensaciones de los objetos y las cosas desde la pintura.


Claude Monet es mucho más torpe que Joaquín Sorolla, que tiene una excepcional habilidad para ver, entender y plasmar la luz. Eso también le seduce a Merchante, su impericia. Es un pintor que insiste, que no posee esa destreza, pero que logra a fuerza de trabajar la superficie transmitir una atmósfera convincente. Ambos artistas nos hablan desde su posición de ese Edén creado a medida como lugar de esparcimiento, como espacio de desconexión de una realidad hostil, tal como ocurre con Pablo Merchante y este proyecto de 2022 donde encuentra amparo en lo natural. Es fácil rastrear que fue Monet el que contribuyó de manera más rotunda al prestigio del jardín como argumento a tener en cuenta durante la Modernidad, recreando en Giverny un paraíso personal que sirvió para que en las décadas iniciales del siglo XX una destacada nómina de autores siguiera su estela, buscando en la tranquilidad de este refugio un  tema recurrente donde enhebrar vida y obra. En 1909, al poco de regresar de su exitosa gira en Estados Unidos y convertido ya en un artista internacional de renombre con una holgada situación económica, Sorolla encarga la edificación de una casa nueva en Madrid. En ella proyecta un jardín de tradición hispanomusulmana, con clara influencia de algunos rincones de los patios de la Alhambra de Granada y del Real Alcázar de Sevilla, que bien conoce porque en esa misma fecha hizo varias campañas por Andalucía. En todos los espacios Sorolla coloca plantas y flores autóctonas, un motivo al que siempre le prestó una particular atención. Prevalecen las de costumbre española: rosales, adelfas, geranios, lilas, hortensias, alhelíes y lirios. También hay parras, jazmines, cipreses, limoneros y algún que otro frutal. Predominan los elementos sensoriales que caracterizan el jardín islámico, su modo sutil de exaltar el agua a través de los reflejos y el sonido o la viva riqueza de su luz tamizada cuando atraviesa las ramas de árboles y arbustos, componentes que fascinan al artista y al mismo tiempo le permiten reflexionar y experimentar sobre las posibilidades de la pintura, que en estos cuadros es ágil y despreocupada, pero de una pericia incontestable. Las pinceladas son espontáneas, intuitivas, rápidas. Su mirada aquí es tremendamente contemporánea y funciona como un teleobjetivo que se fija en determinados ángulos o aspectos exactos (las figuras de la esculturilla de un fauno entre una columnata, una maceta descansando sobre un poyete, un parterre exultante, el arranque de una escalera...). Se nota el placer que le produce su oficio y cómo lo disfruta. Curiosamente, esta producción íntima desarrollada durante su tiempo de asueto en el entorno familiar, supone el reverso que le permite desconectar de su gran encargo de este momento, el que mayor esfuerzos le demanda y obliga a pasar largas temporadas fuera del hogar: los paneles para la biblioteca de la Hispanic Society of America de Nueva York (1912-1919).


A Merchante siempre le ha gustado el Impresionismo en general y autores como Monet o Sorolla en particular, pero al llegar a la facultad de Bellas Artes de Sevilla, donde los estudiantes deben aspirar a lo contemporáneo, pareciera que no te pudiera agradar este tipo de artista añejo, que eso ya estaba superado. Ocurre que con el tiempo, a los pintores que les interesa la verdad del lenguaje y no las modas, se dan cuenta que lo esencial ya está en los clásicos, que Velázquez es el summum. Miras un cuadro suyo como Pablo el de Valladolid (1634) y no observas nada concreto, percibes una sensación que cohesiona el tema, algo que no se explica; predomina lo atmosférico, todo es evanescente, como el fondo. La textura del jubón, los pliegues de la capa, la luminosidad sobre la frente o los cordones de los zapatos, son brochazos especificativos. Velázquez utiliza una pincelada de construcción que no está fuera de la forma, sino que la constituye. Ese modo de hacer es insuperable, se justifica en función de lo que se quiere contar, el qué y el cómo van unidos. Eso es pintar.

Las cuestiones de cocina son primordiales en el estudio, a Pablo le interesan en particular. Cada centímetro del cuadro debe estar solucionado para que cuando se dé por acabado, se mantenga la tensión y frescura del resultado. Aunque un pintor sabe solventar con holgura desde lo concreto de la superficie todo lo que reconoce como familiar, debe buscar sensaciones frescas que le ayuden a llegar a otros sitios. Giros, por ejemplo, en imágenes que no pertenecen a su mundología ni sabe resolver de primeras. Ahí radica parte de su éxito, en transitar ese territorio inexplorado donde la materia se confunde con lo iconográfico y no puede aplicar estrategias previas. En estos últimos años, Merchante ha logrado definir su personalidad a partir de motivos precisos que ha pintado continuamente. Ha insistido en un tipo de referente al que vuelve de modo recurrente (caras, madera con flores, motivos vegetales, plantas con fondos….), procurando acotar su temática a elementos frontales donde apenas existe profundidad, sólo uno o dos planos, y nunca perspectiva. Nada de paisaje. Sus imágenes evitan lo narrativo o la fabulación son, digamos, como una especie de zoom-in sobre un bodegón. Ahí se ha hecho fuerte, apostando por la gramática y evitando dispersar las energías en la fabricación de un escenario. Su obra se asienta sobre el verdadero meollo, no deja hueco apenas para el storytelling ni otras derivas seudo-literarias. Su lucha es aquello que puede construirse con esa sustancia semántica: estar pendiente de volúmenes y sombras, de la superposición de planos, de generar accidentes espaciales que te meten y sacan hacia dentro y hacia fuera de la superficie, de dejar huecos que permitan entrar y salir al ojo del espectador. Estabilizar y contrapesar, entender y descifrar, que cada trabajo sea (sin parecerlo) un epítome pictórico.

Merchante busca continuamente conflictos plásticos que le hagan avanzar. En estas piezas nuevas que ha presentado en Huelva en el verano de 2022, hay una reducción de la información, observamos más zonas de respiro, hay menos insistencia y superposición de capas. Esa descarga que se compensa con movimiento, permite una mejor yuxtaposición de planos pictóricos. La propia naturaleza de la imagen elegida como boceto, ya posee mucho más vacío. El equilibrio es distinto a otros cuadros anteriores que solidificaban con mayor rigidez, el peso ahora lo llevan las líneas y así todo parece más ligero. La imagen se traduce liviana, con más vibración. Precisamente, le interesa esa sintaxis inherente a la estructura de la obra, la construcción de un lenguaje, el conflicto constante entre representación y sensación. Su actitud es de rebeldía, de inconformismo. Es muy consciente que la buena pintura debe asumir incertidumbres para poder evolucionar, que su vitalidad es consecuencia de una dialéctica donde se progresa poco a poco. Cada pieza es producto de una confrontación, fruto de los intangibles que ocurren en el proceso. La complacencia es enemiga de un cuadro creíble. En el momento que un autor domina lo que hace, emergen una dosis perniciosa de narcisismo. Y justo, debe ser al contrario: una obra debe estar por encima de su creador. Para que un lienzo palpite y comunique, debe saber administrar durante el procedimiento la necesaria dosis de inseguridad. En el tramo decisivo, algo no debe estar atado del todo para que con aptitud e intuición, ese remate final se resuelva con un gesto natural que dé vida a lo espontáneo. Así se consigue curtir el temperamento, afianzar el estilo, sacar conclusiones. De manera inevitable, el camino largo de un pintor es complicarse la vida, equivocarse bien cada vez. Sencillamente, arriesgar todos los días sin tomar atajos ni caer en la prestidigitación.

1    Los nombres de las obras y las exposiciones son muy importantes para Pablo Merchante. El título Dice breve, pero es eterno está sacado de una frase leída en un libro de Michel Houellebecq, precisamente durante el periodo de confinamiento. Para cada uno, la percepción del tiempo es subjetiva, más en este periodo extraño de nuestras vidas donde hemos tenido muchas más horas muertas de las que acostumbramos. Siempre tenemos la sensación de que el tiempo es corto, que vamos corriendo a todos sitios, pero si se pausa mucho, si disponemos mucho de él como ha ocurrido en estos meses de pandemia mundial, se eterniza. En estos dos años de soledad y recogimiento, mucha gente se ha detenido a reflexionar sobre cosas que antes no había pensado en su día a día.

2    Bollullos Par del Condado en Huelva.

3    Molina, Constantino. El canto de la perdiz roja en interior. P. 38. Sr. Scott Libros. Madrid, 2021.




Pablo Merchante,
Impreciones para una lírica del extrañamiento
Constantino Molina

Para hablar de la obra de Pablo Merchante habría que situarnos en la confluencia de dos crisis, distantes en el tiempo, que de alguna manera cuántica se condensan en un vértice creativo que viene, ya digo, de tiempos distintos aunque hermanados. Porque la pintura, cuando es pintura, como también la vida, es así: una cosa que no tiene tiempo y que bebe del pasado y del futuro para formar un presente más verdadero, más vivo y por lo tanto más entero.

Estas dos crisis de las que hablo son las crisis de la imagen derivadas de la fotografía. La primera de ellas es la fractura, el choque, que generó su aparición hacia mediados del siglo XIX. La segunda sería su desbordamiento, la sobresaturación de la imagen fotográfica como consecuencia de su desarrollo digital y el de los medios de comunicación que viene sucediendo desde principios del siglo XXI, y cuyo mayor punto de inflexión está marcado por la aparición de las redes sociales. Un siglo y medio separa estos dos acontecimientos que de alguna manera están presentes, no sólo en la obra de Pablo Merchante, sino en la de toda una generación de artistas que trata de reconocerse a través del medio pictórico en medio de este laberíntico conglomerado de imágenes.

En relación a la primera de estas dos crisis, la pintura, que vivió ligada desde el principio al desarrollo de medios ópticos como la proyección, la cámara oscura o el calotipo, y que concluyó en el definitivo nacer de la fotografía, queda en ese punto en una situación de ruptura respecto a la que hasta ese momento había sido su compañera indisociable. La experimentación óptica en relación al arte, que desde tiempos de Vermeer o Brunelleschi venía siendo una cierta relación de paternalismo de la pintura respecto a ella, queda aquí sentenciada. La fotografía nace y cobra su propia autoridad. Surge una nueva forma o intento de representación de lo real (cosa esta imposible porque la realidad es siempre múltiple e inaprensible) y digamos que, de alguna manera, esa ambición por el logro de la imagen fiel al objeto, que desde siempre había sido una de las ambiciones de la pintura, queda suplida por la fotografía.

Una de las consecuencias de ese adelantamiento por la tangente que supuso la fotografía respecto a la pintura en la carrera por explicitar la realidad, fue la consecuencia afortunada de los que abandonaron esa carrera y comenzaron con la dichosa transmutación de la mirada. Es decir, toda la tropa de los impresionistas, aquellos que se percataron (o los que se subieron al carro un poco por inercia) de que la realidad para ser más realidad necesita de la participación del sujeto que mira. Esa catalización de lo externo a través del alma del observador y que es, en definitiva, el fin último de la pintura: la transmutación de la vida a través del ojo-alma y la materia. Un poco aquello que tan bien definió el crítico Roberto Longhi con la expresión de “el ojo elocuente” y que se debe exigir en todo creador, crítico o sujeto con intenciones estéticas. Y por aquí, cogido del brazo de Monet, anda Pablo Merchante transmutando el mundo, la vida, sus cosas.

La segunda crisis de la pintura, mucho más reciente y derivada de su relación con la fotografía, es la crisis causada por la riada de imágenes que desde hace un par de décadas son el pan nuestro de cada día. Una tromba que es una fiesta del ver en correntía y en la que vivimos inmersos desde que nos tomamos el café con galletas digestive (van muy bien para digerir tanto material visual) hasta que a la noche nos metemos en la cama. Momento en el que, por cierto, también generamos más imágenes, que soñamos, y que son el disparate decantado de tanto ver como mecanismo de defensa contra la locura. Bendito sueño y a saber qué sueña cada uno en su yo inconsciente y nocturno. En toda esta fiesta de la imagen ha tenido un papel fundamental el desarrollo de la telefonía móvil y de las redes sociales. Esta es la causa, el apéndice digital en 4G, por el cual nuestra vida ha pasado a escindirse en un universo paralelo basado en la hiperactividad de la mirada que no deja de asomarse a un escaparate cosmogónico que guardamos en nuestro bolsillo. Y esta saturación, este inmenso rimero de imágenes que revolotean como mariposas locas delante de nosotros es lo que, a mi parecer, ha acabado por desarrollar en un amplio sector del arte plástico contemporáneo una especie de relación de extrañamiento para con la imagen fotográfica.

Este extrañamiento podría dividirse a su vez en un extrañamiento por fragmentación o por despersonalización. En el primer grupo estarían artistas como Albert Oehlen o Luis Gordillo, cuya obra se caracteriza por lo fronterizo con la abstracción y una tendencia a componer imágenes por medio de lo fragmentario, lo inacabado, el collage y el trampantojo que disloca la mirada con alteraciones virtuosas de perspectiva, sombra y dibujo.

En el segundo grupo entrarían Luc Tuymans, Gerhard Richter o Michaël Borremans, todos aquellos que en las últimas décadas han tratado la representación de la figura humana, el retrato, con una pátina de despersonalización valiéndose de herramientas como el difuminado o el barrido del rostro hasta el anonimato, la atmosfera sinuosa, la disonancia anatómica (especialmente centrada en los ojos que en muchas ocasiones quedan eliminados del conjunto) y la utilización de máscaras, capas y otros chirimbolos (no puedo denominar de otra manera a algunos de los elementos utilizados con gran maestría por Borremans ¿?) que desubican hasta el más hondo extrañamiento a los retratados.

Y por aquí también anda Pablo Merchante, ya no cogido del brazo de nadie, sino un poco más a su aire y más por libre, pero también transmutando el mundo, la vida, sus cosas.

Antes de entrar más ya en lo específico de la obra de Pablo Merchante, y al margen de lo atávico o genealógico de su quehacer creativo, habría que recalcar una tercera crisis de la pintura, que ya nada tiene que ver en su relación con la fotografía, y que viene de su condición de bastarda dentro de la corriente última de lo que se podría denominar como el ensayo plástico. Y entendiendo por ensayo plástico toda aquella obra que para significarse necesita de un complejo andamiaje teórico. Es decir toda obra, pieza o chirimbolo (tampoco encuentro palabra mejor para definir algunos de estos artefactos) que por sí mismos carecen de expresión y cuya idiosincrasia se salva de lo aséptico, de la indiferencia o de la falta de alma mediante el salvavidas de su propia bibliografía.

Hay de todo en ese campo, cosas más y menos vivas, algunas tremendamente aburridas y otras que son perlas que encuentran el equilibrio mágico y excelso entre la plástica y la teórica. La pintura, sin embargo, no colabora en ese metadiscurso, ya se dice a sí misma sin necesidad mostrar su pasaporte. Y es por ello que algunos pintores dicen que lo son con la boca pequeña, con la discreción de alguien que no ha sido invitado a la fiesta pero que ahí está. Pero es algo sin importancia, porque la pintura, como la poesía, son cosas que en sí mismas son una fiesta y que desde su origen siempre han ido, al margen de tendencias y disrupciones, muy a su aire. Puede que Pablo Merchante en algún momento dijera eso de ser pintor como en voz baja, pero ya tampoco juega al eufemismo de definirse como artista plástico. Porque a estas alturas de la película es su pintura la que habla por él y lo define, irremediablemente, como pintor.

Ya algo acotada la genealogía pictórica de Merchante, y para acercarnos de manera más concreta a su obra, habría que situarnos en términos de tensión y hallazgo, dos ingredientes que en mayor o menor medida son consustaciales a la creación artística, pero que en su caso se erigen como las dos vigas maestras que sustentan cada una de sus piezas.

De Vázquez Díaz decía el crítico José Francés, allá por 1930, que era “muy antiguo y muy moderno” y de Merchante se podría decir que es muy concreto y muy expansivo, muy de amplias manchas de color y muy de pincelada ligera, musical, como de batuta que se acentúa todavía más en este aspecto cuando en lugar de pintura es dibujo, porque también aquí el dibujo tiene un papel relevante, y el óleo se ve muchas veces atravesado por la cera o el grafito formando ese territorio fronterizo en el que su obra toma fuerza y se nos abre de par en par con su lírica del extrañamiento.

Esas son las tensiones en las que su obra se mantiene y con las que se estira así la cuerda del canto matérico en su medida justa, en el equilibro entre figuración y abstracción, entre lo dicho y lo no dicho, entre la masa y el trazo. Y es con esa sugerencia, con ese juego en lo no del todo dicho, con lo que la conciencia del espectador se ve invitada a entrar en la obra, a completarla y a participar de ella. Contemplar su obra es abocarse a la transmutación de lo real, el ojo adquiere un papel activo que completa el conjunto y por ello se podría decir que cada uno de sus cuadros es muchos cuadros a la vez. Tantos como observadores, porque cada uno de nosotros transmuta a su manera. Pero el caso, en la pintura, es siempre transmutar.

Sobre el hallazgo interesa recalcar aquí su estrecha relación con el error, pues en la obra de Pablo Merchante, lo que un principio podría suponer un obstáculo, un freno o una disonancia, en muchas ocasiones se convierte en un nuevo camino por el que transitar. Esta asimilación deliberada del error, del fallo como elemento de trabajo puede que sea una de las mayores singularidades de su obra junto a la de generar nuevas piezas que surgen de la descontextualización de detalles de obras mayores. Es decir, en ocasiones, el artista extrae motivos de sus propias obras sobre las que trabaja desarrollándolas en un nuevo cuadro. Genera así una suerte de asombro en el asombro, una pintura que habita en la pintura, y que en lugar de llegar al previsible territorio del metadiscurso nos lleva a un descubrimiento nuevo, vivo, que sería algo así como el microcosmos de vida surgido al aplicar la función macro de nuestra mirada.

Ortega y Gasset al contemplar en éxtasis una pierna pintada por Goya dijo “esto no es una pierna, señores, sino unas líneas magistrales y gratuitas, un blanco lleno de colores”. Y quizás exista algo en ese asombro, en esa captación del fragmento y en ese sustraerlo para convertirlo en una entidad propia, que sea uno de los principales fundamentos de su obra. Vemos en sus temas últimos espacios interiores en los que se nos sugiere el motivo botánico, el bodegón floral, la esquina de algo que podría pertenecer a la idea de lo doméstico o del hogar, también rostros y retratos de medio cuerpo, pero a la vez todo ello es otra cosa, eso que decía Ortega: “unas líneas gratuitas, un blanco lleno de colores”. Quizás la pintura en la pintura, la mirada en la mirada y el asombro en el asombro.

Conocer para ir sabiendo dónde se quiere estar. Y no llegar nunca. Porque todo cambia constantemente y aun así no deja de ser lo mismo. Porque todo es hermoso y es extraño y Pablo Merchante nos lo muestra en su pintura, desde su estudio trabaja para ello. Allí, desde hace unos meses en el micelio artístico que es Carabanchel, donde pone una pincelada sobre un lienzo y algo parece fuera de contexto, pero que al rato cambia y pasa a ser todo el contexto. Nos dice él que cuando se pone a pintar es muy desaborio, que no tiene amigos, y nadie lo imaginaria cuando lo dice entre risas, con la gracia de su acento onubense. Pero así es entrar de lleno en la pintura y en la transmutación: un tiempo sin tiempo, que lo abstrae de la vida para luego volver a ella más vivo. Para volver alegre, en consonancia intuitiva con lo fortuito, asimilando errores y accidentes, y envuelto en su lírica del extrañamiento.